Sonrió al verme temblar cuando la puerta se abrió y la otra chica entró. Se acercó despacio, el eco de sus tacones resonaba por la habitación conforme caminaba hasta mí mezclándose con el sonido de mis latidos. Ella lo miró buscando su permiso, él respondió con una sonrisa. —Hoy no estarás sola —dijo, acomodándose en el sillón como espectador y dueño. La recién llegada rozó mi cuerpo desnudo, sus manos recorrieron la curva de mi espalda, bajando hasta mi culo firme cubierto por las medias. Un gemido escapó de mi garganta al sentir la caricia femenina, mientras él, expectante, apretaba los brazos del sillón. Una fantasía hecha carne, tenía dos bocas, dos lenguas, dos sumisas a su voluntad.
Ambas observamos el deseo en su mirada. Nuestras lenguas se encontraron con timidez, y él endureció la voz: —Más profundo.—
Entonces nos devoramos con hambre, nuestra respiración agitada llenaba la sala. Sus pupilas se clavaban en cada movimiento. Mientras la otra chica se acariciaba los pechos, pellizcando sus pezones, mi boca trazaba un camino ardiente por el vientre hasta hundirme en sus muslos abiertos. Ella arqueó su espalda ante el contacto de mi lengua sobre su clítoris, su cuerpo temblaba. La música de nuestros gemidos se mezclaba con el jazz que envolvía la habitación, y él, dueño del espectáculo, aflojó su corbata sabiendo que pronto intervendría para tomarnos a ambas, como un rey reclamando su tributo.
Se levantó del sillón despacio, dejando que el sonido de sus pasos impusiera silencio. Nosotras, aún entrelazadas, levantamos la mirada al mismo tiempo, sabiendo que el momento había llegado. Me tomó del cabello y me obligó a arrodillarme frente a él, mi boca húmeda aún brillaba con el sabor de la otra. Se desabrochó la bragueta y me penetró con fuerza entre los labios, mientras la otra chica obediente, se colocaba detrás de mí para lamer mi entrepierna empapada. El placer se multiplicaba entre jadeos, sus embestidas eran cada vez más profundas y feroces. Luego me giró sobre el sillón, abriendo mis piernas, mientras la otra se subía encima para ofrecerme su sexo también.
Sus manos nos poseían por igual, sus caderas dictaban el ritmo. Dos cuerpos rendidos, una sola voluntad: la suya.
El ritmo se volvió frenético, sus embestidas golpeaban con fuerza mi cuerpo, mientras la otra, montada sobre mi boca, gemía descontrolada. Tres voces mezcladas en un único eco de lujuria. Sintió cómo ambas nos tensamos al mismo tiempo, los músculos apretados, la piel temblando. Se dejó ir con nosotras, derramándose profundo, rugiendo su orgasmo. Tres cuerpos encadenados en un clímax brutal que nos consumió sin compasión.
Al caer exhaustos, supimos que ninguna fantasía volvería a ser suficiente: ya habíamos cruzado el umbral de lo prohibido.