El teléfono interno sonó.
—Ven a mi despacho y cierra el pestillo.
Era él, su voz ronca hacía que me humedeciese de inmediato. Entré y cerré la puerta tal como me había ordenado. Entre sus dedos mi collar.
—Entra y vístete, el café de esta mañana no estaba lo suficientemente caliente, mereces un castigo.
Me sonrió. Su orden era sentencia.
Cogí el collar y me dirigí a su baño privado, me quité la ropa y me puse el collar.
Me dirigí a él y me arrodillé entre sus piernas.
El frío del suelo contrastaba con el calor que me invadía al arrodillarme frente a él. Sentí la correa tensarse entre sus dedos, tirando de mi cuello, obligándome a mirarle desde abajo. Sus ojos brillaban con esa mezcla de poder y deseo que me desarmaba. Con un gesto lento, abrió su cinturón y dejó libre su erección dura, palpitante, a pocos centímetros de mis labios. —Demuestra que mereces clemencia —murmuró, acercando mi boca hasta rozar la punta húmeda. Abrí los labios obediente, envolviéndolo con ansia, tragando su sabor dulce y delicioso. Su mano en mi cabello me marcaba el ritmo, profundo y brutal, mientras la correa me mantenía sometida. Mis jadeos ahogados y el chocar de mi garganta contra él llenaban el despacho, cada embestida era un castigo, pero también mi mayor placer.
Me apartó bruscamente, la correa tiró de mi cuello mientras me obligaba a ponerme de pie. Su mirada no admitía dudas. Me llevó contra el escritorio y me inclinó de golpe, mis pechos aplastados contra la madera fría. Sentí sus manos separando mis muslos, el aire me rozó antes de que su sexo duro se hundiera en mí con una embestida feroz. Grité, mi cuerpo se arqueó buscándolo, mientras él me sujetaba de la cintura, marcando un ritmo salvaje. La correa tirante en mi cuello me recordaba a cada instante que le pertenecía. Mis gemidos llenaban el despacho, el golpe de su cadera contra mi cuerpo era brutal, adictivo, hasta que las oleadas de placer me desgarraron y me perdí, temblando, bajo su dominio absoluto.
Cuando mi cuerpo aún temblaba sobre el escritorio, me retiró sin piedad. La correa tiró de mi cuello obligándome a caer de rodillas otra vez. El sabor de su dureza seguía en mis labios y ahora me abrió la boca con un gesto firme, empujando su sexo húmedo y caliente contra mi lengua. —Traga mi castigo —ordenó con voz ronca. Lo recibí entera, jadeando, mi garganta llenándose de él mientras sus manos me forzaban el ritmo. El gemido grave de su pecho me estremeció justo antes de correrse, derramándose en mi boca, en mi lengua, hasta que me obligó a tragarlo todo. Con la correa aún tensa, lo miré con los labios manchados, sabiendo que mi sumisión era suya… y que mi placer estaba en obedecer.
"Nick era el mejor abogado de la ciudad y yo su asistente personal. Él es mi jefe y Mi Señor."

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